miércoles, 23 de septiembre de 2009

Escritores, lenguaje y autoritarismo en Argentina.

Todo empieza con Domingo Faustino Sarmiento que en 1840 escapa a Chile pero antes escribe una frase en francés: “On ne tue point les idées”. ¿Por qué en francés? Ahí esta el valor del gesto: Sarmiento escribe para que lo lean sus enemigos. Ahí esta la burla: los “salvajes” que quieren matarlo no pueden leer lo que escribe y donde ellos ven amenazas solo hay una cita traducida como “¡bárbaros, las ideas no se matan!”.
Los gauchos son bárbaros para Sarmiento justamente porque no pueden leer en francés. Para acceder al conocimiento entonces, hay que tener una clave que solo manejan unos pocos elegidos.
Ricardo Piglia escribe que los economistas codifican tanto su lenguaje que solo pueden leerse entre si y ahí esta el secreto de su ciencia: la crítica llega tarde porque no entendemos lo que nos dicen, hablan un lenguaje que nos deja afuera. Al codificar el mensaje necesitamos a alguien que pueda darle un sentido que nos permita reaccionar. A su manera, nos tratan como a bárbaros.
Sarmiento es uno de los primeros en entender el truco y va a ser él quien logre codificar la relación entre unitarios y federales con una frase: civilización y barbarie. Con tres palabras, define dos bandos, sabiendo que aunque sus enemigos tengan el poder, la historia quedará en sus manos y él interpretara los hechos como quiera. El poder, entonces, esta en la violencia pero también en la forma en que esa violencia será –o no- narrada.
Durante la "campaña al desierto" de Julio Argentino Roca en 1879, los escritores justifican en cartas, libros y memorias el movimiento exterminador contra los indios que dominan gran parte de la Pampa, aplaudiendo la matanza y neutralizando las criticas, volviendo a ese “otro” que les molesta, un animal con el que era necesario y justo, por razones históricas, psicológicas o naturales, acabar.
Estar en contra de ese procedimiento implica una condena pública y una marginación de los círculos por donde se mueve el poder. Esta versión única de la historia esta pensada para impedir escuchar a los "otros”. Esa es la frontera que trazan los que manejan el poder como reaseguro de su movimiento: al no tener acceso a la prensa ni dominar el lenguaje, el indio es expulsado fuera de la “normalidad” que maneja el discurso oficial y obligado a vivir en los limites, tantos físicos como sociales, de esa sociedad que lo expulsa: sin poder rebelarse ni, -peor aún-, expresarse.
Esta represión a dos puntas se repite con mínimas variaciones a lo largo de toda América: en Perú, Brasil, Chile, México y Estados Unidos se persigue primero al indio, y, poco, después al gaucho; se los acorrala y se los mata para liberar los territorios “desaprovechados” que ocupan mientras se abre la frontera a inmigrantes a los que se ve como "posibles" iguales.
Pero en 1890 el territorio a reconquistar es la misma ciudad y los invasores no son indios ni gauchos –que fueron eliminados o corridos hasta las fronteras para que se mueran de hambre- sino inmigrantes.
Miguel Cané va a ser quien muestre esos dos momentos de la clase dirigente argentinas: las ilusiones triunfalista luego de acabar con el indio ("Mírese la América de hoy, cuéntese los millares de extranjeros que viven felices en su suelo, nuestra industria, la explotación de nuestro riquezas, el refinamiento de nuestros gustos, las formas definitivas de nuestro organismo político, y dígase qué pedazo de mundo ha hecho una evolución semejante en medio siglo!", Miguel Cané, En viaje, Buenos Aires, El elefante Blanco, 1996, Primera edición) y la respuesta inmediata al descubrir que el resultado de sus políticas inmigratorias no es el esperado: "El presidente de la República, en acuerdo de ministros, podrá ordenar la expulsión de todo extranjero cuya conducta pueda comprometer la seguridad nacional, turbar el orden público o la tranquilidad social". (Proyecto de ley de residencia 4144 presentado por el senador Miguel Cané, 1899).
Muerto Cané en 1905, será Lugones quien, durante el primer Centenario, proponga -junto a Ricardo Rojas- al Martín Fierro, (la historia de un gaucho perseguido por el gobierno), como emblema de unión nacional frente a las “plebes ultramarinas” que han traspasado la frontera física y las barricadas levantadas por Cané con su ley de residencia. Lugones marca la diferencia entre el nacional y el extranjero usando un símil: en Grecia, dice, bárbaros son los que no hablan griego.
Así establece su proyecto para detener a los inmigrantes y justificar las medidas represivas que van a tomarse contra él: no solo el criollo es superior a cualquier inmigrante –solo por ser argentino, explicara Lugones, soy mejor que cualquier extranjero -, sino también su lenguaje es superior. Es la continuación de la política inaugurada por Sarmiento: al que no domina el lenguaje se lo deja afuera de la ley, sin protección ni derechos.
Esos son los limites que ponen entre el “nosotros” y el “ellos”. Cuando los limites físicos se ha debilitado y el enemigo ya esta adentro, (con escasas posibilidades de expulsarlo a pesar de la ley 4144), Lugones rescata al gaucho encarnado por Martín Fierro –que sus antecesores, con Sarmiento a la cabeza, eliminaron- como emblema de lo argentino frente a los “gringos”, proponiendo el lenguaje como santo y seña para detectar al enemigo infiltrado.
Esta medida es aceptada públicamente porque Lugones como escritor canónico ya definió –a sus conferencias asistió, incluso, el Presidente de la nación- quienes son los interlocutores validos para el gobierno; el resto, no tiene entidad física, voz, ni voto: son “invasores”, “bárbaros” a los que la ley no protege y los periodistas ignoran.
En las huelgas obreras de la Patagonia, "La unión", el diario de los estancieros recoge esas quejas para que el gobierno reprima a los obreros en huelga, impulsando lo que serán las matanzas de 1921: "Nuestra condición de país cosmopolita y la liberalidad de nuestras leyes de inmigración que tan significativo exponente de la democracia que profesamos nos coloca de por sí en el peligro de recibir las influencias externas con todas sus miserias morales y tendencias disolventes. [...] Elementos extraños constituidos en sociedades gremiales sin otra aspiración que la subversión del orden y el alzamiento contra la ley, porque en la revuelta en el desequilibrio de las sociedad hallan fáciles y abundantes medios de subsistencia, proclaman sus teorías demoledoras como índices de pretendidas reivindicaciones. Para ello es esencial destruir ante todo el espíritu nacional que pudiera ser una fuerza antagónica a sus aspiraciones. La guerra al hijo del país, al criollo que con mas derecho que nadie vive en nuestra sociedad desde que está en su propia casa, es hoy en día declarada sin reticencias porque justamente se rebela al ejercicio de estas utopías" (Osvaldo, Bayer, Los vengadores de la Patagonia Trágica II, Buenos Aires, Galerna, 1974, Cuarta edición).
Contra ese efecto de marginación impuesto por Lugones va a luchar Roberto Arlt en 1928: “El señor Monner Sans, en una entrevista concedida a un repórter de El Mercurio, de Chile, nos alacranea de la siguiente forma: En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la Academia ni a su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos.[...] Felizmente, se realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos". ¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo he llegado al final de su reportaje, es decir, a esa frasecita: "Felizmente se realiza una obra depuradora en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos", me he echado a reír de buenísima gana, porque me acordé que a esos "valores" ni la familia los lee, tan aburridores son. [...] Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista. [...] Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en una gramática canónica, las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos” (Roberto Arlt, Aguafuertes Porteñas, Buenos Aires, Losada, 1998, Primera edición).
Arlt da vuelta el argumento para mostrar las costuras de todos esos aprendices de Lugones que se proponen, todavía, salvar al idioma, purgar las las palabras y giros que contaminan la pureza del castellano y apropiarse de la lengua para decidir, ellos y solo ellos, quien habla correctamente y quien no.
Escribe Piglia: “de ese modo se impone un lenguaje encubridor, un estilo medio, y todo lo que no está en esa jerga es considerado hermético y fuera de lugar. Es decir, se establece una norma lingüística, que no tiene nada que ver con los registros de la lengua popular ni con las experiencias concretas de la vida cotidiana y se definen ahí los niveles de comprensión y de sentido. Hay una escisión entre la lengua pública, la lengua de los políticos en primer lugar y los otros usos del lenguaje que están perdidos y casi borrados de la superficie social. Se tiende a imponer un modelo único -que funciona como un registro de legitimidad y de comprensión- que es manejado por todos los que hablan en público” (Ricardo, Piglia, El escritor y su doble, Suplemento Revista Ñ, Diario Clarín, 1999, Internet).
De esa propuesta de policía intelectual se burla impiadosamente Arlt, porque sabe que la literatura es un cruce, una combinación, un movimiento, no algo quieto y muerto, al servicio del poder de turno.
Durante los siguientes cincuenta años, de 1930 a 1983, la relación entre el poder y los intelectuales será cada vez más distante, con una dificultad creciente para encontrar portavoces eficaces y funcionales; sin embargo, basta volver al comienzo para entender la fragilidad de esa relación y su poca vida: cuando Sarmiento es elegido presidente le muestra a sus ministros el discurso que escribió estos lo obligan a leer uno escrito por Avellaneda. Sarmiento, como siempre, dice más de lo que debe, "se va de boca", y los políticos, que ya dominan un discurso neutro, acorde a los tiempos, lo obligan a leer un discurso escrito por otro. Para los profesionales de la política los escritores nunca dejaron de ser amanuenses desprovistos del sentido común necesario para gobernar. Empleados eficaces en su momento, sí, pero aliados más que dudosos, sin capacidad para entender la política práctica.
Piglia resume al Estado como un maquina de hacer creer, emisora constante de un discurso falso que cubre la realidad con metáforas destinadas a confundir. Alguien que necesita, alternativamente, ocultar y hacer ver.
Los intelectuales que se van alejando cada vez más del poder, intentan señalar esta falsedad, la contradicción entre lo que se dice y lo que realmente pasa. Rodolfo Walsh será un símbolo de esta actitud crítica, desde la publicación de "Operación Masacre" en 1956, hasta su muerte, dos décadas después, asesinado por la última junta militar.
La eficacia de Walsh es haber logrado atraer al lector sin aburrirlo, recuperando un discurso crítico suplantado, desde el poder, por una lengua muerta, incolora, que dice todo para no decir nada; verborrea pura nacida para confundir al público e impedir que reaccione.
Así, mientras el último gobierno militar desparrama por los medios su discurso sobre una sociedad enferma a la que se debe operar de urgencia, mostrándose a si mismos como un grupo de esforzados cirujanos que sacrifican su vida por el bien común, Walsh muestra que este discurso oculta una realidad de asesinatos y torturas.
Finalmente serán los mismos militares, los que muestren lo que intentaron ocultar en un gesto fallido, cuando deciden suplantar los viejos carteles de las paradas de ómnibus por otros que dicen "Zona de detención", carteles que siguen existiendo por toda la ciudad de Buenos Aires.
Piglia los descubre en 1977, cuando regresa a la Argentina: "Todos sabemos lo que significaban las zonas en la que los militares habían dividido el país para que los grupos de detención actuaran libremente. En esa expresión se sintetiza una relación entre el lenguaje y la situación política" explica Piglia: "En ese cartel se condensa la historia de la dictadura" (Ricardo, Piglia, Crítica y ficción, Buenos Aires, Seix Barral, 2000, Primera Edición).